Entre la vida y la nación: distinguir el fanatismo en medio de la pandemia
El año 2017, la madre de un alumno de una escuela mallorquina denunció que se cantara el Himno de los piratas en una representación escolar del conocido musical Mar y Cielo. Según la denunciante, los cánticos a Alá por parte de niños de primaria descalzos y vestidos de negro eran una incitación al odio. Esta ignorante no veía en el texto de Àngel Guimerà un clamor al amor en medio de los fanatismos cristiano y morisco, sino una llamada al exterminio de los cristianos en medio de la alerta terrorista. En lugar de literatura, sólo veía choque de civilizaciones. Pero el disparate sigue: en lugar de archivar la denuncia, la policía llegó a investigar la función escolar.
Me gusta recordar este suceso porque evidencia los dos elementos clave de todo fanático: obtuso y con apoyo de algún poder. A continuación, voy a desarrollar ambos factores para entender el fanatismo de modo que evitemos la subjetividad que permite a cualquiera acusar de fanáticos a los contrincantes. Los fanáticos no son aquellos que opinan de forma diametralmente opuesta a la nuestra, sino aquellos que no aceptan otros planos de realidad que los que ellos perciben.
El fanatismo no siempre coincide con la violencia. Un abuelo que ante un Miró opina que su nieto de tres años lo haría mejor es un fanático porque en lugar de arte, él sólo ve un papel pintado. En cambio, un manifestante que quema una bandera no es fanático porque reconoce que aquello no es un mero trozo de tela, sino unos colores que simbolizan otra realidad (nación, ideología o club).
Hay fanatismos simétricos. El padre de un alumno que tiene que estudiar la teoría de la evolución es fanático si rechaza que su hijo aprenda la lección con el argumento de que el libro del Génesis explica que el mundo fue creado en siete días. Es fanático porque no reconoce que pueda haber ciencia más allá de la religión. Por el contrario, un maestro que rechaza que la escuela difunda cultura religiosa al considerar la religión un mero producto de la imaginación también es un fanático porque no acepta que las personas podamos tener ningún conocimiento que no se someta al método científico.
Por lo tanto, el fanatismo se basa en la ignorancia, pero no por desconocimiento sino por la falta de sentido crítico. El fanatismo es unidimensional, niega la complejidad de los diversos niveles de realidad. Pero conviene añadir un segundo factor, que en los sucesos de Mallorca se hace patente con el papel de la policía. El fanatismo no es un delirio personal, sino colectivo, que se reproduce gracias a las escuelas de fanatismo. Por ejemplo, las escuelas de negocios son una fábrica de fanáticos que enseñan que el objetivo de las empresas es maximizar el beneficio, entendiendo por empresa los accionistas en lugar de los trabajadores que crean riqueza, y entendiendo por beneficios las ganancias sin contar las externalidades sociales y medioambientales. Sólo ven el plan contable.
Seguramente, la mayor escuela de fanatismo sea el ejército. Los soldados sólo son buenos si obedecen la cadena de mando y obvian toda otra consideración. En consecuencia, no les basta con ejercitar la puntería: deben aprender sobre todo a deshumanizar a los enemigos para que cuando un general les mande disparar a matar no se planteen en ningún momento si matar personas es bueno o malo: el soldado no apunta personas, él sólo ve enemigos. No se contempla el plano humano, sino sólo el militar. No reconocer que las personas son ciudadanas con derechos sino sólo súbditas del Estado con deberes es fanatismo.
Pandemia
A diferencia de las crisis económicas o sanitarias que hemos vivido anteriormente, la actual pandemia ha modificado todos los ámbitos de actuación a todo el mundo. Se han tenido que tomar todo tipo de decisiones excepcionales que evidencian los valores subyacentes. Así, que un escritor afirme que esta crisis le ha afectado menos que el referéndum del uno de octubre se debe entender como que él personalmente se sintió más amenazado entonces que ahora. En el plano de los sentimientos, nadie le puede reprochar que sienta una cosa u otra. En cambio, que un político pretenda extrapolarlo hasta decir que un referéndum de autodeterminación es peor que una crisis que de momento lleva 25.000 muertos demuestra que hay nacionalistas que sienten que su nación ha resultado más herida por una consulta democrática que por la muerte de miles de ciudadanos. Según esta concepción, la nación se basa en la soberanía y no en la ciudadanía. ¡Qué desvarío cuando descubra que los catalanes tienen la nación dividida en cuatro Estados y, aun así, varios millones querían crear el quinto!
El nacionalismo de Estado, la ideología que identifica nación y Estado, es, pues, fanático y mortífero. Ante la amenaza de una gran mortandad, el Estado ha defendido la nación tal y como la entiende: en vez de poner de portavoces epidemiólogos que den instrucciones para salvar vidas, empiezan poniendo militares apelando a consignas castrenses: "en la guerra todos los días son lunes". En lugar de ordenar el confinamiento en los cuarteles con medidas para evitar el contagio, sacan los soldados a vociferar vivaspaña a pleno pulmón. Si faltan enfermeras y sobran militares, no se han planteado reducir fuerzas armadas para incrementar los recursos sanitarios, sino recompensar a los militares por su abnegado servicio a la patria.
Alguien objetará que también se han movilizado a los bomberos para desinfectar. La diferencia es que los bomberos están formados para no dudar ni un segundo si en una catástrofe deben salvar una pintura de Miró o la vida de un pirata. Y el dilema entre salvar el gobierno o la ciudadanía ni siquiera les ha pasado por la cabeza. Porque lo importante en la formación no es la puntería con la manguera, sino priorizar la vida en cualquier circunstancia. Los fanáticos nunca solucionan nada: sólo son bocas de gachas que tragan recursos vitales. No podemos confiar ni para desinfectar. El Estado nacionalista sólo se defiende a sí mismo. Sólo el pueblo salva al pueblo. Los bomberos y las enfermeras serán siempre nuestros. Siempre a favor de la vida. Los fanáticos, mejor recluidos.
Joan Gómez i Segalà
Miembro de Justícia i Pau Barcelona