Salvador Clarós
ESTADOS DE OPINIÓN

Contrato social

Las últimas previsiones económicas de Bruselas invitan al desánimo: desaceleración de la economía y temor al fantasma de la recesión en la zona euro. Los elevados precios del gas mantienen alta la inflación, augurando una caída de actividad económica que podría tener consecuencias en el empleo. El sistema económico no sabe dejar de crecer, y enciende alarmas cuando esto ocurre. Por otra parte, la llamada dramática de NNUU en la cumbre del clima para frenar el cambio climático, y la voz de los jóvenes que se manifiestan y ensucian obras de arte, avisa de la imperiosa necesidad de descarbonizar las economías y moderar, si no detener, el crecimiento en los países desarrollados, aquellos que más emiten y más recursos consumen del planeta. ¿Cómo quedamos? ¡Alarmas cuando no crecemos y alarmas cuando crecemos!! ¿Existe alguna forma de conciliar esta aparente contradicción? ¿Puede haber crecimiento sostenible?

Lo más extraordinario que afronta el sistema económico es la necesidad de contención material y energética a la que se ve abocado para evitar una catástrofe que en estos momentos ya se intuye. Nunca antes el reto, por difícil que fuera, había obligado a dar pasos atrás. Las soluciones siempre han llegado con el crecimiento que genera bienestar y permite repartir. Siempre se ha salido de la crisis dando un paso adelante: abaratando el dinero para animar el consumo y activar la oferta y el empleo, y suma y sigue. En definitiva, un crédito a futuro que alguien ya devolverá. Una deuda trasladada a las siguientes generaciones. Los imperios crecían por la necesidad de conquistar nuevos territorios de los que obtener nuevos recursos. Pero ahora el planeta ya no tiene más crédito y empieza a cobrar la deuda. La dimensión de la deuda es global. Ya no hay nuevos prestamistas a quien acudir. Las emisiones que calientan el planeta, no importa dónde se hagan, tienen un impacto general. El diámetro de la Tierra no ha variado, pero somos ya ocho mil millones de consumidores.

Existe un malestar que emana de la percepción de un mundo dislocado que ya no responde a los resortes esperables porque ha cambiado el progreso de la modernidad industrialista, materialista, consumista, por una modernidad digital y sostenible que interroga constantemente sobre si ir de vacaciones al Adriático o salvar el planeta; que fascina con TikTok y teme a la vez la brecha digital; que no percibe todavía las luces del cambio, sino una penumbra llena de amenazas y una carencia clamorosa de proyecto creíble para Europa, para España y Cataluña que ensombrece el presente. El temor a perder lo que se tiene, el estatus económico y la capacidad de consumo de las clases medias, amplificado por el descontento y la indignación por la corrupción, debilita la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Terreno abonado por la fe populista que llena los vacíos de confianza, hasta el punto de representar una seria amenaza a la democracia.

Para superar el desánimo y la contradicción debemos entender que el nuevo paradigma de progreso es también un nuevo paradigma de felicidad. El fin del crecimiento material de la economía es el fin de la sed, de tener, de poseer bienes. Es el fin de la privacidad y de la individualidad. El fin del capital financiero y la llegada del capital humano. El fin de repartir en lugar de compartir. Un cambio de paradigma que requiere un nuevo contrato social, es decir, un gran acuerdo liderado por los gobiernos y las instituciones en favor de los bienes comunes. Es el compromiso de todos y cada uno.

Salvador Clarós